Prueba realizada por Gabriel Esono
Los todoterrenos son una especie en expansión, eso parece claro. Cada vez son más las marcas que se atreven a colocar unas siglas 4×4 en el portón trasero de coches altos y, para que nadie diga que están engañando, los llaman SUV, ‘crossover’ o, para los más castizos, se ha acuñado el término todocamino. De lo más acertado, en mi opinión.
Con la proliferación de este tipo de vehículos, ahora cualquiera puede asegurar que inventó tal o cual segmento. Algunos les dan forma de coupé, como el BMW X6 o el SsangYong Actyon, mientras otros dibujan unas líneas que permiten ofrecer un algo más a sus modelos compactos, como el Nissan Qashqai o el Mitsubishi ASX.
Entre todos ellos, el que podría considerarse inventor de inventores, al menos en lo que se refiere a coches con ciertas aptitudes fuera del asfalto, es el fabricante británico Land Rover. Ahora hace ya más de 40 años que tuvieron la idea de aglutinar en un solo vehículo una excelente capacidad trepadora con un nivel de comodidad y lujo en su interior inéditos para un todoterreno, a los que sumaron un no menos notable comportamiento en asfalto. Había nacido el Range Rover.
Cuatro décadas dan para mucho y, como podrás leer en los siguientes apartados, Land Rover ha ido evolucionando su modelo para hacerlo siempre mejor en todo sin renunciar a ninguno de sus valores originales, ni siquiera en la variante Sport que hemos probado.
Así, a pesar de la proliferación de coches tipo SUV de lujo en los últimos años, como el BMW X5, el Audi Q7 o el Porsche Cayenne, no todos se atreven a desarrollar modelos de dos toneladas capaces de trepar por caminos imposibles.
El Volkswagen Touareg te da la opción, aunque el sello de la marca europea más vendida carece del rancio abolengo de Range. El Jeep Grand Cherokee sí presenta un planteamiento calcado al del elegante británico, pero no hay que engañarse, los americanos entienden el automóvil de una manera muy diferente a la nuestra. Así que, como alternativa directa a lo que ofrece Range Rover, habría que buscar en el catálogo de Mercedes-Benz, que te deja elegir entre el ML, el GL y el robustísimo y eterno Clase G.
La presencia de propulsores diésel en coches de lujo es algo que ya no debería escandalizar a nadie. No en vano, el refinamiento que han adquirido en los últimos 15 años los ha convertido en alternativas bastante dignas en prácticamente todos los sectores del automóvil, y el de lujo tampoco ha escapado a esta tendencia propia del mercado europeo.
Land Rover, ahora perteneciente al gigante indio Tata, ha preferido mantener algunos de los puntos fuertes que le proporcionaba el paraguas de Ford, su antiguo propietario. Por mencionar uno de ellos al azar, se me ocurre la colaboración entre la firma americana y el Grupo PSA Peugeot-Citroën, auténticos especialistas en propulsores diésel, que sigue dando frutos tanto para gamas de gran tirada como para sus modelos de mayor empaque.
En este sentido, el nuevo motor 3.0 LR-TDV6 que Land Rover monta tanto en el Discovery como en el Range Rover y Range Rover Sport se está convirtiendo, por derecho propio, en una nueva referencia en este segmento. No podía ser menos, teniendo en cuenta que incluso Jaguar lo ha incorporado a su gama.
De la calidad de realización uno se da cuenta nada más ponerlo en marcha. La sonoridad es muy baja incluso en el arranque en frío y la ausencia de vibraciones prácticamente absoluta. Sólo con esto, ya podría ser suficiente para no echar de menos nada más.
Una vez en movimiento, la versión de 245 CV de este bloque de 6 cilindros con doble turbo (acaban de estrenar una más modesta de 211 CV) resulta igualmente satisfactoria en cuanto a las sensaciones que transmite al volante. La variante más sencilla de este propulsor (con un único turbo de geometría variable) que Citroën monta en el C5 ya nos dio muestras de su buen funcionamiento. En el Range Rover Sport, para poder hacer frente a las más de dos toneladas y media de masa que declara la marca, se optó por instalar lo que denominan Sistema Secuencial de Turbocompresores Paralelos.
Básicamente, con esta disposición un turbo de geometría variable y diámetro medio es el que funciona la mayor parte del tiempo, es decir, en aceleraciones medias y velocidades de crucero más o menos civilizadas.
Cuando el pie derecho se vuelve más exigente, entonces entra en acción el turbocompresor secundario, al que se ha aislado del sistema de escape y del colector de admisión a través de unas válvulas. Con ello, se consigue que el pequeño sople sólo cuando es necesario, mientras que el grande siempre recibe impulso proveniente de cada uno de los dos colectores de escape, interconectados mediante un bypass.
Aunque aún no disponemos de un dinamómetro de bolsillo a mano, no es necesario para tener claro que los 600 Nm de par motor están siempre ahí, de forma instantánea y dispuestos a poner en aprietos a las cuatro ruedas motrices si no fuera por el inevitable filtro del convertidor de par de la caja de cambios.
Desde luego, que sea automático no le resta ni un ápice de mérito al cambio, un ZF HP28. Cuantos más cambios automáticos pruebo y más modernos son estos, más me pregunto por qué sigue habiendo quien tiene reticencias.
Este caso se trata realmente de una transmisión exquisita, con la ventaja añadida del manejo secuencial CommandShift (las levas en el volante opcionales cuestan 228 €) a la que, por ponerle una pega un tanto injusta, se podrían echar de menos una o dos relaciones extra, para estar en la línea de lo que ya se ve entre la competencia.
Tampoco hay que dejarse engañar. Por mucha fuerza que tenga el motor, el planteamiento del coche no es el de un deportivo, aunque luzca el logo Sport en el portón trasero. Las aceleraciones son buenas, y la capacidad para recuperar velocidad soberbia, pero anda un poco alejada de lo que nos mostró en su día el Volkswagen Touareg con su 3.0 TDI con 5 CV y 50 Nm menos. Quizá los 200 o 300 kg de diferencia entre ambos haya tenido algo que ver en ello.
Y si eso se nota al conducir, lo mismo puede decirse cuando te paras a repostar. Como siempre digo, nuestras mediciones de consumo no son rigurosas, pero sí lo suficientemente válidas como para ver que los 11,2 l/100 km que registró durante nuestro recorrido se corresponden con los 9,2 l/100 km que declara la marca, de la misma forma que los 9,8 l/100 km que gastó el alemán tienen sentido comparados con los 7,4 l/100 km de su ficha técnica.
Aquí empieza uno de los aspectos que han hecho de Range Rover gran parte de lo que es hoy. Si en algún momento comenzó a gestarse la discusión acerca de la existencia o no del coche total, capaz de desenvolverse con igual soltura frente a un restaurante de lujo o de camino a un recóndito refugio de cazadores, fue con la aparición del Range Rover original.
Hasta su llegada, no había término medio: o conducías un coche de asfalto, con mayor o menor refinamiento, o apostabas por un rudo todoterreno, concebido más como un vehículo industrial o militar al que se le aplicaba una capa somera de civilización.
Este Range Rover, aunque tecnológicamente está a siglos luz del original, o precisamente por eso, mantiene intacto ese carácter de 4×4 con clase que ha hecho famosa a la marca. Con la variante Sport, el fabricante británico ha desarrollado un producto algo más cercano a lo que se ver por ahí, pero sin renunciar a sus principios. El chasis, por ejemplo, es más corto, pero proviniendo del que monta el Land Rover Discovery, no hay que esperar más milagros que el de un desplazamiento correcto sobre el asfalto.
La aportación de la suspensión neumática opcional (3.525 €) está enfocada, como suele ser habitual en este tipo de coches, hacia el confort de los ocupantes más que en la eficacia. La gente de Land Rover han optado por instalar de serie el sistema Adaptive Dynamics en esta versión, formado por unos amortiguadores DampTronic Valve Technology, y combinarlo con el Dynamic Response.
El resultado es que el Range Rover Sport se traga las irregularidades como si el asunto no fuera con él y, más que en un salón rodante, parece que viajes en una alfombra voladora. En trazados rápidos apenas notas el peaje de su elevada altura y excesivo peso, ya que aborda los virajes con gran aplomo. En los lentos, en cambio, no le queda otra que inclinarse ante las leyes físicas, que siguen empeñadas en imponer sus criterios en las curvas estrechas. Digamos que te falta espacio y los neumáticos GoodYear Excellence, claramente orientados al asfalto, ofrecen un guiado más que correcto a pesar de la ligereza de la dirección gracias a su perfil bajo, pero se encuentran muy pronto con una importante acumulación de trabajo, aun contando con unas medidas tan imponentes como los 275/40 R 20 de serie.
Esto no es problema si tienes claro cual va a ser tu ritmo en carretera, pero no habría estado mal contar con el programa ‘Dynamic’ del Terrain Response que sí aparece con el LR-V8 de gasolina, como buen tope de gama.
Si sobre el alquitrán el Range Sport deja claro que es un coche de lujo, cuando lo que hay bajo las ruedas adquiere vida propia entonces se convierte en un escalador de élite, literalmente.
El Terrain Response es el encargado de hacer la magia. Mediante una rueda colocada en la consola central, se puede seleccionar la configuración adecuada para cada tipo de escenario.
Desde ‘Hierba, hielo y nieve’, hasta ‘Rocas’, pasando por ‘Barro y surcos’ o ‘Arena’, este dispositivo utiliza los sensores de los diferentes sistemas de control de estabilidad, asistencia en pendientes y los diferenciales para asegurar una capacidad trepadora que deja atrás a cualquier SUV, por muchas campanillas que le hayan puesto.
Aquí la suspensión neumática vuelve a jugar a nuestro favor, porque además de contar con unos recorridos muy largos, permite subir la altura del casco para evitar sufrimientos en los bajos.
He estado dándole unas cuantas vueltas a cómo describir el interior del Range Rover Sport sin caer en los tópicos de la elegancia y el clasicismo que se esperan de cualquier producto de la firma británica de 4×4 de lujo. Pero no he encontrado la manera.
Los acabados impecables se combinan con esmero con unos materiales cálidos y de tacto exquisito. La piel es excelente y la madera está tratada como pocas veces he visto, con un barniz mate que no te permite plantearte si es plástico o no. Lo juro, no lo es.
El puesto conducción también es excelente, independientemente de que la panorámica elevada sea o no santo de la devoción de uno. La facilidad con la que se llega a la postura idónea sólo queda un poco empañada por unos asientos delanteros que sí, son muy cómodos, pero cuando el recorrido marea se echa de menos un poco más de sujeción.
Esto, sin embargo, no puede llegar a considerarse un defecto en un coche hecho para desplazarse a ritmo regio. La gran amplitud en todas sus cotas lo convierten de hecho en un coche de representación en toda regla.
Su elevada altura quizá dificulte a algunos el acceso, pero para eso está también la tecla correspondiente, encargada de subir y bajar la suspensión en función de las necesidades. Lo que resulta más difícil de justificar es la ausencia de control del climatizador automático para las plazas traseras. Quizá sea el único punto que delata que el Range Rover Sport es, sobre todo, un coche hecho para que lo conduzca el que lo ha pagado.
El Range Rover Sport con el motor 3.0 TDV6 de 245 CV y acabado HSE cuesta 77.620 €. Si lo importante es el motor, por debajo te ofrecen la versión SE, que cuesta 5.740 € menos.
Para el que casi todo el lujo del mundo no sea suficiente, por 5.020 € tiene el Autobiography, que combina varias tapicerías bitono a elegir con aditamentos exteriores y llantas específicas.
Esto es lo que se entiende por un verdadero coche premium y, para el que esté dispuesto a pagarlo, se diría que merece la pena.
Porque coches de lujo con tracción a las cuatro ruedas hay muchos. Con capacidad verdaderamente todoterreno ya no tantos. Se me ocurre uno, y lleva la misma marca, pero el Range Rover clásico es todavía más grande y más caro. Como decía, para los que nunca tienen suficiente.