Los argumentos de venta esta marca históricamente se han basado en la calidad de fabricación, robustez y la seguridad. Al que dude de alguno de estos puntos, sólo tiene que darse una vuelta por el norte de África para comprobarlo.
Un punto tecnológico superior a la media y una presentación sobria pero intachable son otros de los valores que suelen atesorar sus productos.
Ahora bien, esa misma solidez se convertía en escasa flexibilidad a la hora de proponer alternativas en el mercado. Hasta bien entrada la década de los ’90, el acceso a la gama del fabricante de Stuttgart empezaba por la berlina del segmento D, llámese 190 o Clase C, según la memoria de cada uno. Ellos llamaban a aquel modelo «sedán compacto», aunque en aquella época cualquier coche que rondara los 4,5 metros de longitud ya podía considerarse de los grandes.
A partir de ahí, el catálogo se estructuraba en dos gamas más, lo que hoy son el Clase E, que ocupaba el peldaño intermedio en la familia, y el Clase S, el emblemático buque insignia. El primero de ellos contaba con carrocería berlina y su correspondiente variante familiar, además del coupé y del cabriolet.
El modelo de súperlujo ya hacía generaciones que se podía elegir entre la carrocería larga, la de serie, o la súperlarga, la típica de jefes de estado. La variante de dos puertas, por su parte, pasaba por ser uno de los coupés más grandes y lujosos del mundo, una costumbre que hoy en día no ha abandonado.El siempre longevo roadster SL representaba entonces el único guiño frívolo, concebido sobre todo para el disfrute casi individual, mientras que el todoterreno Clase G hace décadas que propone la alternativa para los ricos que se mueven en el ambiente rural más rudo.
La filosofía de BMW no difería demasiado de la de firma de la estrella, ya que la columna vertebral de su catálogo la conformaban también tres modelos, que casualmente militaban exactamente en los mismos segmentos que los de Mercedes-Benz. Esto ha supuesto tradicionalmente una dicotomía entre los partidarios de una marca y la otra, entre los que buscan el lujo y la distinción, y los que prefieren el dinamismo y la diversión al volante, una diferencia que con el tiempo ambas marcas se han encargado de matizar y llenar de grises.
El Serie 3 era la alternativa al 190-Clase C, aunque BMW ofrecía desde el E30 cuatro carrocerías: la berlina 4 puertas, el familiar o Touring, la berlina 2 puertas que evolucionó a formas de coupé, y el descapotable. El modelo intermedio, el Serie 5, mantiene hoy la rivalidad que nació con el Mercedes W123, se fortaleció con el W124 (el 300) y hoy es inquebrantable con el Clase E.
Aquí las posibilidades de elección en BMW quedaban limitadas al sedán y al break. La primera generación del Serie 6 no tuvo la continuidad deseada, como tampoco la tuvo el Serie 8 posterior, de mayor empaque y apariencia aunque, como aquél, su plataforma estaba basada en la del Serie 5 contemporáneo. En cualquier caso, no hubo ni rastro de carrocerías destapadas en este segmento hasta la llegada el actual Serie 6, del que tampoco se sabe muy bien qué va a pasar.
En la cumbre se colocaba el Serie 7, cuya apuesta por un comportamiento ligero para sus dimensiones hacía frente a la elegancia aplomada del Clase S.
Como se ve, pues, a pesar de que la estrategia de BMW iba por unos derroteros que deberían atraer a un público menos conservador, la escasa posibilidad de elección la acercaba su producto al de Stuttgart más de lo que sus responsables estaban dispuestos a reconocer.
Lo de Audi era otra cosa. Para empezar, porque pertenece al Grupo Volkswagen, con las ventajas e inconvenientes que ello conlleva. Al formar parte de un gran conglomerado, puede ahorrar o amortizar más fácilmente gran parte del esfuerzo en desarrollo de componentes.Ahora bien, al tener que mostrar un carácter diferenciado respecto al resto de marcas del grupo, su trayectoria pasó un periodo un tanto errático, especialmente pasada la época dorada del famoso Audi quattro, tras la cual parecía que el fabricante de los cuatro aros no conseguía dar con un criterio estético masivamente aceptado en el mercado.
Hasta la llegada de los modelos con la letra A más un número en la nomenclatura, su oferta partía de dos plataformas. Una era la del 80/90, cuya base era aprovechada para el Coupé y la carrocería Avant, y en la generación posterior se le añadió el Cabrio.
Luego estaban los Audi 100/200, de mayor representación. La última generación del primero de éstos fue sometida a un restyling que incluyó el cambio del nombre por el de A6, una pista de por dónde iban a ir los tiros a partir de entonces.
El Audi 200, por su parte, dejó paso al imponente V8 (inicialmente iban a denominarlo Audi 300), una limusina de gran empaque cuyo nombre delataba el cambio de rumbo de la firma de los cuatro aros.
No era sólo la cuestión de ofrecer un motor V8 (en realidad eran dos, de 3.6 l y 4.2 l) y dos variantes de carrocería como hacían BMW y Mercedes-Benz. La posibilidad de combinar por vez primera la tracción total de la marca con el cambio automático daba a este Audi todos los argumentos para tutear a sus paisanos. Sólo le faltaba un V12…
Hasta principios de los años ’90, pues, quedaba claro quién mandaba en esto de hacer coches de lujo, al menos en Europa. Tal y como se entendía en aquella época el automóvil, sólo cabía la posibilidad de hacer automóviles grandes, muy grandes, deportivos o descapotables. Ahí estuvo el Audi 50 como prueba, cuatro años en el mercado para convertirse después en el más sensato Volkswagen Polo. «Al pueblo, lo que es del pueblo», debieron pensar.